Miércoles, 30 de Noviembre de 2022
La argentinidad, vista desde fuera, puede agotar. A algunos les estomaga una pasión que en su opinión es desaforada, esos para quienes el entusiasmo es un juego de suma cero. Aquellos a los que les alela y deprime la ilusión ajena. Quizá perciben un empeño argento en saltarse a la brava la famosa frase de que la comedia es la suma de tragedia más tiempo. El “antiargentino” -al menos en fútbol, permítase la licencia generalista- cree que se pasa demasiado rápido del cotillón a la pena negra, de creerse la última cocacola del desierto a, al minuto siguiente, necesitar la validación del planeta -y quizá la propia- a través del mero hecho de ganar un Mundial.
Un psicodrama de tintes ombliguistas que, en todo caso, sería bastante adelantado a los tiempos de fundación de una nación de hace dos siglos. Cuando juega al fútbol, Argentina no es un país, sino una sucesión de stories que te dejan sin saber cómo responderlas. Si con más corazones en fuego para terminar de incendiarlo todo en catarsis o con un “¿estás bien, quieres que te llame?”. Para otros, la albiceleste representa a un pueblo que no le cede un milímetro a la falsa humildad ni a ese autoodio tan capitalista que es el síndrome del impostor. “En las malas más que nunca” es el lema. Contagian entusiasmo. Hay once tíos convirtiendo en dinamo emocional a 45 millones de personas. Creen en creer. Juegan siempre al mismo número. Y no usan barcos chiquitos ni rencorosos: son tan espléndidos que, el día que toque el premio, en la fiesta dejarán entrar incluso a los cenizos.
Banda sonora: