Lunes, 28 de Noviembre de 2022
Piensas que estás razonablemente al día de lo que te rodea cuando de repente, zas, choque de realidad. Me entero, antes del Camerún-Serbia y por este interesante artículo de Beatriz Serrano, de que los airpods tienen una función de cancelación del ruido externo. Me quedo pensando si esa era la tarea principal de los tapones en los oídos que este verano vi que llevaba todo el mundo, por todas partes, en varias ciudades de Estados Unidos. One nation under pod. Allí es bestia pero no seré tan papanatas como para decir que aquí eso no ha llegado hace rato ya. Terapéutico para uno mismo supongo que según el caso -ni todos los lunes son deprimentes ni todas las depresiones son culpa de los lunes- pero un mensaje a los demás: “no me hables que no te escucho”. “No me necesites que no estaré”. Me cuesta mucho romantizar el silencio. Escribo con música. Adoro escuchar a la gente graciosa, creativa, inteligente, generosa, pertinente en resumen. Sé que el silencio puede ser enseguida carta blanca para un sistema con querencia hacia la atrocidad si a veces no levantamos la voz -y es importante que a tiempo- en un centro de trabajo, en una terraza, en unas stories si queréis. Tampoco puedo llamar ruido a las personas que conforman las redes, la mayoría con buena voluntad según mi propia experiencia. Repito: las redes sociales son personas y son infinitamente mejores que la máquina que las encorseta. Tu whatsapp preguntando qué tal estoy no me interrumpe. No usaré al capitalismo como excusa para desatenderte. Me da miedo que las personas a las que necesitamos se callen. Algunas ya estuvieron forzadas a ello durante demasiado tiempo.
Me gusta cuando un jugador celebra un gol como si no se lo creyera. Así murió el poeta Miguel Hernández, al que no podían cerrarle los ojos porque no daba crédito. A Marco Tardelli se le desfiguraba el rostro como si en vez de correr estuviera bajando el Dragon Khan. Hace tiempo que a cualquier futbolista, tras marcar un golazo, le gusta arquear las cejas, sacar el morro y mirar al infinito fingiendo otro día más en la oficina cuando por dentro está chillándose a sí mismo “no te has visto en otra”. Me lo ha recordado una oportuna reflexión de Albert Lloreta: “¿por qué escribimos en minúsculas, sin demasiados signos de puntuación ni rigor ortográfico?”, se preguntaba y nos podemos preguntar con él. Y lanzaba “una hipótesis: vivimos en una etapa social en la que se valoran la honestidad y la ausencia de esfuerzo y preocupación. Queremos que la forma diga: ‘¿esta gracia que ves aquí? Me ha salido sola’”. Justo hoy saltó un espontáneo al campo de un partido del Mundial recordándonos la paradoja léxica que es pensar que a alguien que trama un mensaje, se prepara con pinturas, ropa, banderas y consigue pisar césped burlando a la seguridad de un macroevento le ha dado un siroco espontáneo. Si por ejemplo Twitter es algo, es la red del cálculo. Nadie suele trabajar gratis. Otra cosa es que el tipo de pago compense. Pero si se abre la veda de cuestiones de esas de resoplar, de las que no apetece escuchar porque hablan demasiado de nosotros en una era en la que el narcisismo tolerable parece ser solo el que esté en forma de lasaña moderna del yo bajo capas de autocontrol y capacidad de distanciamiento, entonces, otra que podríamos formularnos es: ¿por qué ganar puntos de un juego que simulamos despreciar? No hablo de nuevo del trabajo, aunque lo parezca. Lloreta también recordaba un concepto acuñado por Jia Tolentino: la cara de internet. Esa genérica, intercambiable, que se nos puede tender a poner por algo tan marxista como que sabemos que trae premio. Otra pregunta, ya puestos, es si se nos puede poner letra de internet.
Banda sonora: